Tom acude al funeral de su pareja al pueblo en el que nació y creció. Espera recibir un abrazo. Palabras de consuelo, de ánimo, pero descubre que la madre del que fuera su novio ni siquiera sabe que su hijo recién fallecido era homosexual. Tom es obligado a vivir la tortura del duelo en silencio. Tratando de existir en ese mundo al que no pertenece, un mundo agresivo. Rodeado de olores a vacas, a sangre, a mierda, a podrido.